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HIPOCAMPO DE CONCENTRACIÓN

Han cantado Bingo

Han cantado Bingo

Con 19 años trabajé en un Bingo. Era lo que llaman Locutor-Vendedor, es decir, no solo el que se sentaba a cantar la bola sino el que iba de mesa en mesa vendiendo cartones, durante 11 horas al día. Estuve solo 6 meses, tiempo en el que ahorré para pagar mi segundo año de carrera, pero fue suficiente para conocer un poco la psicología y la dualidad del comportamiento de la gente en situaciones de desesperación o de alegría. Recuerdo muchos de los insultos que los jugadores (sobre todo jugadoras septuagenarias) me espetaban cuando el cartón que yo les vendía no llevaba ningún premio: 

-Ay mi niño, dame un bingo ya, gafe. 

-Quita quita, tú no, sarnoso que eres un sarnoso de "mielda". 

-Aléjate de mí, cenizo. 

Yo tenía que callar y poner buena cara pero no me molestaba, incluso me hacía gracia porque sabía que la mayoría de la clientela no creía en la probabilidad, las variables y la aleatoriedad de un juego de azar; más bien creían en rituales bastante menos lógicos que las matemáticas. Quemaban servilletas, escribían los números en la mesa, frotaban el cartón contra el cuerpo, pedían números de serie impares, besaban el cartón cuando les faltaba un número, lo tiraban al suelo... y de repente: BINGO. Se lo llevaba alguien que no hacía ninguno de esos ritos, y ahí es cuando llegaba el balance y las moviolas:

-A uno, mira tú, el 15 otra vez, la maldita niña bonita que no sale.

-En pantalla, se me quedó en pantalla. Maldito cenizo.

-Mira, no taché naita naita, qué cartón más malo.

-Otra vez cayó en aquella mesa. Me voy para allá.

Pero si esa señora quejica, ganaba un bingo en la siguiente mano, ahí sí que decía: "Ves?, lo sabía, tenía un pálpito". Y creerá que fue gracias al amuleto, el mismo que no le sirvió de nada durante horas previas.

El otro día fui al Bingo y analicé la situación desde el lado del jugador y era increíble ver esos mismos rituales en las caras de desesperación de los clientes. El que ganaba de repente sonreía y le daba un beso a su señora, a la que partidas antes y después gritaba cabreado porque no le salía un número, como si ella tuviera la culpa, diciéndole: "Te dije que no lo llevaras tú, sarnosa". Pero al rato volvían a ganar una línea y los dos se achuchaban como si no se hubieran insultado hace minutos. Me resultó curiosa la delgada línea (nunca mejor dicho) que separa al amor del rencor, como si éste no fuera dirigido a la persona sino a la situación que rodea a ésta. No conocía a esa pareja de ancianos pero intentando imaginar sus vidas fuera del Bingo, los visualizo queriéndose durante décadas de titubeos entre esas dos emociones, culpándose por los contextos que les precintan y no por la esencia propia de la persona. Tal vez amar sea tachar números y decepciones, hasta rellenar todo el cartón, y el problema sea que no siempre depende de los jugadores, sino de la suerte. El problema son los números en blanco que no se tachan, los cenizos y sobre todo las cenizas de los cartones jugados.

Yo, por mi parte, me quedé a un número, el 50 (obviamente porque no me pasé el cartón por el sobaco) pero el azar puso ahí el 84, que era el número que le faltaba por tachar a una entrañable señora. Ella fue feliz, y besó a su marido. Yo me guardé rencor.

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